A su derecha, el callejón brillaba en su opacidad. Un muro de
hormigón se alzaba imparable hacia lo alto, sin un respiro, tal cual la piel de
un elefante, rugosa y seca, interminable… A su izquierda el muro estaba plagado
de minúsculas ventanas, oscuras y hondas, que subían sin cesar hacia un cielo chapado
en negro, cual alquitrán, pero opaco, sin ninguna luz destellante portadora de
una realidad ahora no existente.
Ceferino Oliver estaba perdido. Él, que tanto sabía, que
tanto promulgaba, ahora se hallaba inmerso en un mar de dudas, cavilaciones,
preguntas sin respuesta que machacaban su celebro por todos los bandos,
dejándolo en una sucesión de estados de shock que pasaban por un coma
momentáneo seguido de una epilepsia frenética que lo retornaba al coma. Y así
durante un tiempo indescriptible que, en realidad, no fueron más que unos pocos
segundos. Pero el tiempo y el espacio ya no eran reconocibles por Ceferino
Oliver, cuya nueva perspectiva iba más allá de esta dimensión.
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