Una extraña intensidad me llegó desde el espacio exterior,
pero estaba demasiado cansado y tenía que defecar urgentemente. No me gustaba
estar quejumbroso, pero nada me lo impedía. Todo el mundo estaba de acuerdo en
que habían querido gastarme una broma pesada. Quizá sería mejor esperar el
tren. Tenía una sed terrible y estaba desfallecido. Era un desdichado a mi
manera, aunque tenía una expresión de benevolencia en el rostro con la que no
me identificaba.
Unos metros más allá se había creado una cálida sensación de
desfachatez, muy desagradable para algunos, pero muy gratificante para mi.
Colgando del techo había un montón de palomitas de maíz calientes, desprovistas
de sentido en aquel lugar donde reinaba la tensión.
Muy despacio, los otros se habían vuelto, sofocados, mientras
trasegaban agradecidos las palomitas que tenían como cena. Preferían
enfrentarse a un modo de vida que creían famoso en el mundo entero, antes que
declararse muertos. Quiero decir, que dado el modo de ver esa cena, lo lógico
es que prefirieran huir sin mirar atrás. Pero no tenían el menor aspecto de
sorprendidos, y por mucho que los mirara y estudiara, siempre había alguna cosa
que no cuadraba y que se me clavaba como una espinita, como una fatal simetría
entre los pálidos dientes, como una astilla de aquel maloliente cobertizo.
Vacié el contenido de mi vientre con el hacha agarrada, y me
senté en la banqueta. Tenía que darme prisa ya que tenía hora en la consulta
del dentista. El consuelo de mis experimentos fecales, bien intencionados pero
tan incompetentes, me dejaba muerto de miedo, por eso propulsaba esas hedientas
excreciones que siempre acababan produciéndome un discordante escozor, que yo
tenía que hurgar hasta en lo más profundo con un objeto punzante y bien afilado
para poder calmar. El adiposo material me dejaba siempre con esa mirada
glacial. Desgraciadamente, no había nadie cerca para ponerme una mano en la
frente, que es lo que yo más deseaba en esos momentos. Todos deseamos eso
alguna vez en la vida, ¿no?
Antes no me costaba ningún trabajo escribir un libro en mitad
del camino, mientras me dieran la paga. Pasaba mucho tiempo en la biblioteca
pública; pero no sé cuánto tiempo hace de eso…
Ahora estoy sin decir una palabra, bajo una luna llena que
parece una lamparilla de mimbre. Mis flacos brazos se asoman por las rendijas
del cobertizo, con las pulseras tintineando, como cualquier otro borracho
extrañamente parecido en la existencia, para coger otra botella y mezclarla con
los horrores de mi mente.
Un ruido apagado en la distancia da paso a una iluminación
ligeramente distinta. El supervisor siempre había pensado que el mero esfuerzo
de arrancarme una palabra le sería recompensado cuidadosamente por todos los
hombres y mujeres que me estaban observando, y yo le obsequiaba pronunciando
muy despacito su nombre, así obtenía luego sus ásperos servicios siempre
cargados de sarcasmo, al fin de cuentas era yo quien lo provocaba.
Y luego me volvía a esconder como cada noche, durante el
intersticio que separaba mi vuelta al escaparate para que todos volvieran a
recibir una estocada en las narices con la visión de mi mismo.