viernes, 28 de marzo de 2014

La jaula




Una extraña intensidad me llegó desde el espacio exterior, pero estaba demasiado cansado y tenía que defecar urgentemente. No me gustaba estar quejumbroso, pero nada me lo impedía. Todo el mundo estaba de acuerdo en que habían querido gastarme una broma pesada. Quizá sería mejor esperar el tren. Tenía una sed terrible y estaba desfallecido. Era un desdichado a mi manera, aunque tenía una expresión de benevolencia en el rostro con la que no me identificaba.

Unos metros más allá se había creado una cálida sensación de desfachatez, muy desagradable para algunos, pero muy gratificante para mi. Colgando del techo había un montón de palomitas de maíz calientes, desprovistas de sentido en aquel lugar donde reinaba la tensión.

Muy despacio, los otros se habían vuelto, sofocados, mientras trasegaban agradecidos las palomitas que tenían como cena. Preferían enfrentarse a un modo de vida que creían famoso en el mundo entero, antes que declararse muertos. Quiero decir, que dado el modo de ver esa cena, lo lógico es que prefirieran huir sin mirar atrás. Pero no tenían el menor aspecto de sorprendidos, y por mucho que los mirara y estudiara, siempre había alguna cosa que no cuadraba y que se me clavaba como una espinita, como una fatal simetría entre los pálidos dientes, como una astilla de aquel maloliente cobertizo.

Vacié el contenido de mi vientre con el hacha agarrada, y me senté en la banqueta. Tenía que darme prisa ya que tenía hora en la consulta del dentista. El consuelo de mis experimentos fecales, bien intencionados pero tan incompetentes, me dejaba muerto de miedo, por eso propulsaba esas hedientas excreciones que siempre acababan produciéndome un discordante escozor, que yo tenía que hurgar hasta en lo más profundo con un objeto punzante y bien afilado para poder calmar. El adiposo material me dejaba siempre con esa mirada glacial. Desgraciadamente, no había nadie cerca para ponerme una mano en la frente, que es lo que yo más deseaba en esos momentos. Todos deseamos eso alguna vez en la vida, ¿no?

Antes no me costaba ningún trabajo escribir un libro en mitad del camino, mientras me dieran la paga. Pasaba mucho tiempo en la biblioteca pública; pero no sé cuánto tiempo hace de eso…
Ahora estoy sin decir una palabra, bajo una luna llena que parece una lamparilla de mimbre. Mis flacos brazos se asoman por las rendijas del cobertizo, con las pulseras tintineando, como cualquier otro borracho extrañamente parecido en la existencia, para coger otra botella y mezclarla con los horrores de mi mente.

Un ruido apagado en la distancia da paso a una iluminación ligeramente distinta. El supervisor siempre había pensado que el mero esfuerzo de arrancarme una palabra le sería recompensado cuidadosamente por todos los hombres y mujeres que me estaban observando, y yo le obsequiaba pronunciando muy despacito su nombre, así obtenía luego sus ásperos servicios siempre cargados de sarcasmo, al fin de cuentas era yo quien lo provocaba. 

Y luego me volvía a esconder como cada noche, durante el intersticio que separaba mi vuelta al escaparate para que todos volvieran a recibir una estocada en las narices con la visión de mi mismo.

lunes, 10 de marzo de 2014

La Sra. Ministra

La Sra. Ministra sonrió afectadamente y pulsó de nuevo el interruptor. Notaba un sabor a sabotaje -seguro que se han organizado para extorsionarme- pensó en su amarga sorpresa. Comprendió enseguida que estaba condenada a pasar por esa humillación.

Todo eso no era más que un preludio de lo que habrían que confirmar sus sospechas al llegar a la sede del partido. Tendría que pasar otra vez por la terrible vergüenza de tener que enumerar las infinitas e irritables charlas con los estudiantes -que sólo mantenía para detener a esos cabrones-, pensó para sí. Y se veía incapaz de transmitir la decepción que su odio y frialdad le originaban.

Tras ciertas dificultades, convocó a los "incomunicables", los cuales se reunieron interrogantes ante la súbita convocatoria. Llegaron todos con sus trajes rojo y ámbar enarbolando banderas patriotas, y se sentaron al unísono con las orejas a punto para escuchar su auténtica y vehemente cháchara.

El caso es que aprovechó una pausa en la enumeración de esas tediosas reuniones estudiantiles para hacer un comentario un poco raro sobre un asunto que había despertado su interés. Estaba absolutamente convencida que tenía que informarles de aquellas contestaciones que bordeaban un repugnante propósito: echar del poder a los incomunicables!

Y así fue gorgoteando incesantes palabras, pensando sin duda dar cabida a lo que se proponía.

El tumulto vino después de escuchar por boca de Ministra como esos depravados habían violado todas sus traquimañas, que tanto tiempo les habían costado y que tan fervientemente habían urdido.

Un grupo de mujeres subieron muy agitadas a la palestra para reforzar su odio: Hay que luchar con las armas- gritaban todas en una voluntariedad de acabar con esos malditos "animales".

La Sra. Ministra sintió un leve alborozo, no había previsto esa reacción tan dislocada, y con susurros inaudibles les pedía que callaran sus violentas explosiones de voz. Siempre les atizaba un poco para empezar sus discursos, pero esa vez los "incomunicables" o, mejor dicho, las incomunicables, se salieron de sus propósitos. Mientras tanto, los hombres cumplían las órdenes a raja tabla y ninguno se dignaba a hacer preguntas.

La Sra. Ministra, una vez despejada la palestra, dio instrucciones más explícitas y prosiguió con la conspiración, no sin antes descubrirles el sabotaje al que había estado sometida momentos antes de aquel encuentro. Lo que provocó otro murmullo de espanto.

Mi impresión general, prosiguió la Sra. Ministra, es que hay que tratarles como a perros, carecen de la más mínima educación elemental, dijo petulante. Confieso que he ordenado tratar a esos residuos sin alma como se merecen, porque sino nos tendremos que enfrentar a una situación desastrosa que ninguno de los incomunicables merece.

Una nube de esperanza demoníaca se alzó desde el aforo. Los hombres se levantaron enérgicos demostrando su lealtad a la Sra. Ministra, mientras las mujeres volvían a posicionarse en la palestra a chillar en coro: Hay que electrocutarlos a todos! La afluencia de desequilibrio mental que provocó aquello inundó la sala con griteríos, temblores, vítores, aturdimientos... 

Pero cuando los incomunicables, tal como poseídos, estaban a punto de culminar su éxtasis  se apagaron de pronto las luces. Al instante, toda la estancia quedó en rotundo silencio.

La ansiedad se apoderó entonces del lugar. Bocas abiertas proyectaban el miedo nauseabundo de su obsesionado interés. Muchos vaciaron la vejiga encima de sus trajes bicolor, de tan sumamente débiles como se encontraban. Otros padecían fobia a la oscuridad y se convencían que iban a hacerles picadillo. Todos y cada uno se sentían tocados en su vanidad.

Pero tras menos de un minuto la sala recobró sus luces, dejando al descubierto la infalible reacción del apagón. Los incomunicables, enfermos, jadeaban como puercos avergonzados.

La Sra. Ministra, con la flatulencia propia del terror, luchaba por mostrarse tranquila, no quería que su oratoria quedase como una infructuosa charla ante sus obsesionados seguidores. Pero ¿qué cuernos le pasa a esta gente? -pensó, al tiempo que reanudaba su discurso.

Pacientemente se levantó e invitó a todos los incomunicables a exorcizar sus demonios. Lo hizo paciente, hablando suavemente, como si fuera una consejera matrimonial, hasta que cesaron por completo las expresiones de ansiedad.
¿Hasta cuándo habrán que flagelarnos antes de ejecutarnos? - gritó entonces el Ministro de la Guerra, borracho de ira.

Un repertorio de vítores se alzó de nuevo entre los considerados, demasiado influenciables para reaccionar por si mismos, que ahora se volvían a ver como vencedores y poderosos. 

Y la sala volvió a recobrar toda su magnificencia y esplendor.

** Pd: Siempre hay esperanza, incluso para los malditos!