En aquella tenue
claridad, los ojos de Knut se acomodaron pronto a la lobreguez de la sala; era cuestión
de tener un corazón solitario.
La notificación había
llegado hasta delante de su casa por iniciativa de las jóvenes damas, las
cuales confiaban plenamente en su discurso. Pero ese día él no se sentía bien,
y con voz queda se preguntó “¿qué me
ocurre?”.
Estaba totalmente
cualificado para lanzar la consigna. Los zapatos bien limpios y ni una arruga
en el traje. Las jóvenes estaban esperando su discurso y el cielo lo protegía.
Y además estaba absolutamente seguro que tenía muy buen gusto.
La decoración
artística del espacio estaba todavía bastante bien conservada. Había remendado,
sellado, planchado y lavado hasta caer rendido. Se notaba viejo, cansado y sin
ganas… se veía como un nido de pájaros abandonado en una grieta hostil. Él era
lo único que no concordaba en ese espacio tan elegante. Le faltaba algo bonito
y al mismo tiempo suave, de colores ligeros y que se amoldara a su cuerpo, como
una gorra.
Esbozó una sonrisa
casi melancólica, tal sonámbulo en el interior de su sueño. Había experimentado
muchas cosas nuevas y desconocidas para la gran mayoría. Sus pensamientos se
abrían y cerraban por instinto, inteligentemente naturales. Eso lo aliviaba
visiblemente, y volvió a sonreír. Aunque todavía se resistía un poco a reanimase,
pues le parecía increíble, y no estaba muy seguro de que le sentara bien.
Aún se encontraba en
un estado de aturdimiento, una musaraña ridícula prisionera y carcelera de su
propia desnudez. En esta condición nadie le prestaría atención. No eran tiempos
de revolución. No debería haber pensado en ello, le hacía dependiente del
retumbo de su corazón. Pero no sabía lo que era vivir sin pensar, sin intentar descubrir
sus sentimientos…
Sin embargo siempre
se le olvidaba algo, que sólo era un anciano intentando explicarse, un anciano
en su fría habitación, con la boca entreabierta y la mirada vacía.
Y rompió a llorar de
pena.