martes, 29 de abril de 2014

Las Damas y el Orador (Parte I)




Knut abrió el cajón de la mesilla camilla para leer una de sus notas: “No tomar una decisión inmediata bajo el efecto de las trufas con bolita de carne en perpetuo movimiento”.

Respiró satisfecho. Empujó la puerta de una patada impaciente, colocó los distintos objetos: carne seca, un hornillo, un ukelele y todo lo demás en una mesa, e hizo el inventario: Faltaban tres tenedores grandes y dos cuchillos de cocina. Seguro que alguien se los llevó a su casa pensando que le podrían servir más adelante, pensó. Se creía un visionario.

Si prometía algo bueno, el terciopelo que envolvía su cuello repetía sus palabras. ¿Entienden la alusión? Al tiempo que su mente recitaba interiormente palabras inexistentes que no se le podían ocurrir a nadie más que a él.

Cada día se ponía delante de su casa para gozar viendo pasar a las reinas, ennoblecidas con plumas de oca, que se pavoneaban con sus sombreros color pistacho como encantadoras francesas. Y las convocaba a su madriguera para decirles -después de cerrar la puerta con doble vuelta de llave y de manera estruendosa- que no comprendía las razones del amor. Entonces la sala se llenaba de ronroneos y murmullos, y, en un arrebato de locura, saludaba a sus distinguidas damas y se marchaba de allí invadido por la angustia. Pero al día siguiente volvía a hacer lo mismo.
¡Aquellas gracias le salían caras! 

Pensó que todo lo relacionado con la sección económica y financiera se hablaría en otra brillante reunión en su casa, ante un café con leche, sentados frente a la luna del armario y fumando, ensimismadamente, entre sonrisas otorgadas al aire, ni siquiera voluntarias, provocadas por una figura de madera que sobresalía de entre la jungla del jardín.

En las reuniones tenía menos paciencia que de costumbre, ya que la figura tenía la obsesión de inclinar la cabeza hacia atrás, lo cual le hacía arrodillarse para perseguir su blanca mirada y no salir mal parado. Sólo entonces echaba una ojeada con el ceño fruncido para evaluar la verdad inefable; y, de manera maniática, dejaba desnudos sus paupérrimos dientes ante la mirada primitiva de todas las damas. Luego cerraba los ojos y se reía mientras ellas chillaban de celos y le respondían que sí a todo. Entonces él las miraba con odio y les prometía una nueva reunión muy pronto.

No cabe decir que era una vergüenza para la autoridad, una peste, un poeta sin corazón, tan falso como un fondo sin fondo, tan quebradizo como un frágil cristal. Sólo se activaba para lucir su mala fe, murmurando remotos sueños…

Pero a ellas les parecía tan lindo…

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