lunes, 10 de marzo de 2014

La Sra. Ministra

La Sra. Ministra sonrió afectadamente y pulsó de nuevo el interruptor. Notaba un sabor a sabotaje -seguro que se han organizado para extorsionarme- pensó en su amarga sorpresa. Comprendió enseguida que estaba condenada a pasar por esa humillación.

Todo eso no era más que un preludio de lo que habrían que confirmar sus sospechas al llegar a la sede del partido. Tendría que pasar otra vez por la terrible vergüenza de tener que enumerar las infinitas e irritables charlas con los estudiantes -que sólo mantenía para detener a esos cabrones-, pensó para sí. Y se veía incapaz de transmitir la decepción que su odio y frialdad le originaban.

Tras ciertas dificultades, convocó a los "incomunicables", los cuales se reunieron interrogantes ante la súbita convocatoria. Llegaron todos con sus trajes rojo y ámbar enarbolando banderas patriotas, y se sentaron al unísono con las orejas a punto para escuchar su auténtica y vehemente cháchara.

El caso es que aprovechó una pausa en la enumeración de esas tediosas reuniones estudiantiles para hacer un comentario un poco raro sobre un asunto que había despertado su interés. Estaba absolutamente convencida que tenía que informarles de aquellas contestaciones que bordeaban un repugnante propósito: echar del poder a los incomunicables!

Y así fue gorgoteando incesantes palabras, pensando sin duda dar cabida a lo que se proponía.

El tumulto vino después de escuchar por boca de Ministra como esos depravados habían violado todas sus traquimañas, que tanto tiempo les habían costado y que tan fervientemente habían urdido.

Un grupo de mujeres subieron muy agitadas a la palestra para reforzar su odio: Hay que luchar con las armas- gritaban todas en una voluntariedad de acabar con esos malditos "animales".

La Sra. Ministra sintió un leve alborozo, no había previsto esa reacción tan dislocada, y con susurros inaudibles les pedía que callaran sus violentas explosiones de voz. Siempre les atizaba un poco para empezar sus discursos, pero esa vez los "incomunicables" o, mejor dicho, las incomunicables, se salieron de sus propósitos. Mientras tanto, los hombres cumplían las órdenes a raja tabla y ninguno se dignaba a hacer preguntas.

La Sra. Ministra, una vez despejada la palestra, dio instrucciones más explícitas y prosiguió con la conspiración, no sin antes descubrirles el sabotaje al que había estado sometida momentos antes de aquel encuentro. Lo que provocó otro murmullo de espanto.

Mi impresión general, prosiguió la Sra. Ministra, es que hay que tratarles como a perros, carecen de la más mínima educación elemental, dijo petulante. Confieso que he ordenado tratar a esos residuos sin alma como se merecen, porque sino nos tendremos que enfrentar a una situación desastrosa que ninguno de los incomunicables merece.

Una nube de esperanza demoníaca se alzó desde el aforo. Los hombres se levantaron enérgicos demostrando su lealtad a la Sra. Ministra, mientras las mujeres volvían a posicionarse en la palestra a chillar en coro: Hay que electrocutarlos a todos! La afluencia de desequilibrio mental que provocó aquello inundó la sala con griteríos, temblores, vítores, aturdimientos... 

Pero cuando los incomunicables, tal como poseídos, estaban a punto de culminar su éxtasis  se apagaron de pronto las luces. Al instante, toda la estancia quedó en rotundo silencio.

La ansiedad se apoderó entonces del lugar. Bocas abiertas proyectaban el miedo nauseabundo de su obsesionado interés. Muchos vaciaron la vejiga encima de sus trajes bicolor, de tan sumamente débiles como se encontraban. Otros padecían fobia a la oscuridad y se convencían que iban a hacerles picadillo. Todos y cada uno se sentían tocados en su vanidad.

Pero tras menos de un minuto la sala recobró sus luces, dejando al descubierto la infalible reacción del apagón. Los incomunicables, enfermos, jadeaban como puercos avergonzados.

La Sra. Ministra, con la flatulencia propia del terror, luchaba por mostrarse tranquila, no quería que su oratoria quedase como una infructuosa charla ante sus obsesionados seguidores. Pero ¿qué cuernos le pasa a esta gente? -pensó, al tiempo que reanudaba su discurso.

Pacientemente se levantó e invitó a todos los incomunicables a exorcizar sus demonios. Lo hizo paciente, hablando suavemente, como si fuera una consejera matrimonial, hasta que cesaron por completo las expresiones de ansiedad.
¿Hasta cuándo habrán que flagelarnos antes de ejecutarnos? - gritó entonces el Ministro de la Guerra, borracho de ira.

Un repertorio de vítores se alzó de nuevo entre los considerados, demasiado influenciables para reaccionar por si mismos, que ahora se volvían a ver como vencedores y poderosos. 

Y la sala volvió a recobrar toda su magnificencia y esplendor.

** Pd: Siempre hay esperanza, incluso para los malditos!



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